Hoy reflexionaba sobre una conversación que no sé si tengo pendiente, con alguien a quien no sé cómo encajar en mi vida, y me he vuelto a dar la absolución antes de condenarme. O no. Recordé que de pequeña me costaba equivocarme. Miento, me equivocaba perfectamente y a menudo, pero no sabía reconocerlo sin hacerme daño. Los que saben lo explicarán como una mala gestión de las heridas de la niña que fui, o alguna hipótesis freudiana. A saber. A mi me complicaron la vida. De medio mayor, mi pequeño monstruo interior me dio problemas: me volví quisquillosa y enfadona, pero a base de práctica, logré sentirme cómoda discutiendo. Demasiado, tal vez.
Ahora, madurada en barrica de maderas nobles, macerada en dulces y salados, todo ese entrenamiento del ego me ha proporcionado herramientas para salir de situaciones realmente complicadas, perdonándome los errores como primera opción, con su pertinente penitencia si es necesario, pero siempre benevolente con mi bicho interno.
Mi reflexión de hoy mastica el último dilema: no sé si me engañó el corazón, o tú. O ambos. Nunca lo sabré. Y a este paso, tú tampoco.
En diez minutos nos recogen el examen. Suerte, caro
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