martes, 18 de septiembre de 2018

MALOS PADRES

             La vuelta al cole es un periodo fascinante del calendario. 

             Las emociones que afloran con cada repetida novedad, facilitan el consumo del exceso de endorfinas generadas durante las  exiguas vacaciones, incluso nos hacen dudar de su existencia y disfrute.   

             Nada como  acostumbrarse a madrugar, a despertar a nuestros veraniegos angelitos, convertidos en otoñales mangostas cuando te acercas a susurrarles los buenos días. Disfrutar de nuevo de vertiginosos y atragantados desayunos, pero en familia, porque todos tenemos prisa, para no llegar tarde a realizarnos como  estudiantes estudiosos, o trabajadores laboriosos. O lo que sea. 

             Es un gustazo recuperar los atascos, los insultos reprimidos(no siempre) hacia el mejor de los padres, ese que aparca justo en la puerta para que su vástago no se desgaste caminando 20 metros. Es una delicia animar a nuestros hijos a que acaten la puñetera rutina de  sus tres o cuatro horas de deberes, que será que no aprenden en clase, digo yo... y por si acaso, les regalamos de dos a tres extraescolares, no sea que cuando lleguen a casa, tengan ganas de jugar. Toda esa disciplina, esa perseverante rutina, les hará ser conscientes de su papel en la sociedad, obedientes borregos en busca de la corriente que les lleve...a donde vaya el rebaño. 

             Obviamente, cambiaría cosillas del sistema....Pero estoy lo suficientemente alienada como para no hacer gran cosa, salvo intentar estimular la  imaginación de mis hijos, y ser conscientes de que hasta que sean lo suficientemente sagaces como para tomar sus decisiones, tienen que aprender a manejar las armas que les ofrece el sistema para  sobrevivir en la sociedad en la que han nacido. Que tampoco soy el Capitan Fantastic. Por cierto, película muy recomendable a mi humilde entender. 

               Todo esto me ha venido a la cabeza en la cola de la tienda de uniformes. Mi hija necesitaba una camiseta, y mientras esperaba mi turno he disfrutado de las conversaciones de las madres  circundantes (curiosamente, ningún padre comprando uniformes; sería casualidad). Ha sido interesante, porque me ha hecho poner los pies en la tierra y ser consciente de lo mala madre que soy. Y de que el padre de mis hijos, afortunadamente, también lo es.  

               Me explico: sé que el aula de mi hija está en la segunda planta y que ha coincidido con  los mismos compañeros del año pasado, aunque se  mezclan en algunas asignaturas con los del "A". Sé que su compañera de su alma se sienta con ella (un besito, Marta) y que la reunión  con los tutores  para explicar el plan del curso es la semana que viene. Sé que le han cambiado el profe de educación física y que está encantada con otros dos. Sé que se va de viaje a Londres, como hace todos los años el colegio con los niños de su curso. 
Como tengo otro hijo, también sé que  su aula es en la planta baja, algo no habitual, fruto de la remodelación del espacio que ha hecho el colegio. Sé que está con la misma tutora del año pasado, y con los mismos compañeros también, los del grupo B. Ya le han dado los libros y tengo planeado forrarlos mañana. O pasado, que mi vida no tiene sentido sin esa tarde perdida forrando los 16 libros que juntan entre los dos. 

              Pero  mi cerebro se ha ruborizado inconscientemente al compararnos con el resto de madres y padres. Somos lo peor. Claro, nos juntamos con quien nos juntamos....

              Resulta que no tengo ni idea de con quién se sienta mi hijo (la niña si, pero no los dos...), ni si en la salida desde su clase se mezcla con los mayores. No sé si les queda cerca la pantalla o la pizarra, ni los aparatos de calefacción o aire acondicionado que hay en sus aulas. Desconozco por completo si la cantidad de lápices que les proporcionan  en el trimestre será suficiente, ni se me ocurre pensar en decirle a la profesora el tipo de cuaderno que me parece más apropiado para cada asignatura.  Todavía no he memorizado el horario, salvo los días que tienen gimnasia, pero porque  tengo que preparar los chandals. Ignoro si el tejido de los uniformes del año pasado se lava mejor que el de éste, y a día de hoy, todavía no les he revisado la agenda. Y ni idea de  cuando se jubila el de filosofía. Ni idea, de verdad. 


               No los hemos apuntado más que a clases de inglés y baloncesto, así que no les vamos a dar la oportunidad de aprender  guitarra,  robótica, ni bailes regionales. Es más, la niña ha decidido que este año deja el voley para tener más tiempo para estudiar, que cuarto de la ESO es  complicado....y le hemos dicho que vale. A este paso, hasta los dejaremos descansar los fines de semana. El niño lleva toda la semana haciendo los deberes por su cuenta, y me fío de que los termine y los tenga todos hechos, sin tener ni idea de qué tema están dando, o el método que usa la profesora de matemáticas para  explicarles las operaciones. Es más, la mayor  va a terminar la ESO sin que me haya estudiado yo ni uno de sus exámenes. 

               Estamos criando parias. 
  
              Al final, de vuelta a casa con la camiseta de mi hija en una bolsa y el eco de las conversaciones oídas, sintiéndome felizmente excluida, tengo la sensación de ir contra corriente. Creo que estamos criando a nuestros hijos de forma parecida a cómo nos educaron nuestros padres, y eso, igual no es socialmente plausible. Pero lo vamos a seguir haciendo así, convencidos de que a los niños hay que acompañarlos en su crecimiento, despejando su camino, pero  sin allanarlo. Facilitando sus vocaciones, su querencia, no imponiendo habilidades según la moda establecida. Dándole alas, pero sin motor. 

              Igual aprenden a ser algo parecido a sus padres, aunque, sinceramente, creo que hemos mejorado la especie. Objetiva que es una...