miércoles, 17 de septiembre de 2014

OTRA CARTA

                  Querido Tú:

                  Esta carta, que siempre pienso que será la última, pretende asomarse al recuerdo de lo que fuimos. No hace falta que me acompañes en la visita. Te libero de mí. Me basto para mantener el recuerdo de lo que soñé ser contigo.

                  Ya claudiqué. Ya no espero nada. Asumí que no me quieres como necesito. Que te bastaron aquellos cuantos momentos, y que no piensas volver, ni siquiera a despedirte.

                  Ha sido un parto duro, pero de todo se aprende, hasta de las desilusiones. Me retiro de ti para seguir sintiendo lo que nunca sabrás, lo que no te contaré más,  lo que se queda conmigo,  no sé hasta cuando,  ni eso importa  ahora.

                  Me quedo también con la duda de ti, sin saber cuándo dejaste de quererme, aunque fuera a  tu manera, ni por qué. No sabré qué beso fue el último, o cuándo dejé de importarte, ni en qué momento decidiste torturarme con tu indiferencia y tus negativas.

                  Lo que fue nuestro, asemeja a una de esas historias que empiezo a escribir y dejo abandonadas sin saber  terminarlas, y que nadie lee nunca salvo yo. Esas que guardo secretamente, como hacías tú con mis cartas y mis declaraciones de alma. Si es que las conservas. Si es que las leíste.  Si no se fueron en el cajón de los trastos de tu última limpieza.

                  No quiero que pienses, ni por un momento, que comprendo tu actitud, o que acepto tus formas. Sólo asumo que hice un mar de la gota que me diste, y que me he ahogado en él, sin que tu amagaras rescatarme. 

                  Me quedo con el Tú que repartes para todos, con la sonrisa que no me pertenece, con el hombre incompleto, al le falta la parte que yo conocí. Voy a seguir adelante sin intentar entenderte, porque no sé de que forma rogarte ya. Te he enseñado todas mis cartas y he humillado todas mis torres. Me has robado hasta el consuelo de un punto final. 

                   Tanto, que no sé como despedir esta carta...

                                                                                         Besos, Yo.

jueves, 4 de septiembre de 2014

PON UN CALVO EN TU VIDA

                 Por motivos personales, me estoy convirtiendo en  admiradora acérrima de los calvos. De los calvos guapos y afeitados,  como el mío. Que con  pelo, cualquiera puede ser guapo. Es cuestión de taparse más o menos la cara...pero  para ser guapo alopécico, hay que tener algo especial.

                 La calvicie masculina me es familiar desde  pequeña. Tengo el privilegio de un padre despobladete, y un abuelo como bola de billar. Aparte de tios, hermano, amigos de la familia...y con toda probabilidad, por genética, mi niño rubito y ensortijado, terminará siendo un guapísimo calvo. 

               De papá,  no recuerdo  que lo haya vivido con demasiada preocupación, más allá de las  acostumbradas bromas. Pero mi abuelo lo llevaba regular. Era fiel a su gorra en invierno y en verano, y se peinó a lo Anasagasti durante años. No claudicó hasta los setenta y pico largos.  Y porque la artrosis no le dejaba peinarse ya. Claro que vivió en una época en la que ser calvo no era cool. Ahora, mi abuelo habría triunfado: alto, guapérrimo, con los ojos verdes y calvo...un pibón!.

                  Y eso que de  jovencita me gustaban los melenas. Me dió por el heavy,  y lo más de lo más era la pelambrera de  Jon Bon Jovi, más conocido como Dios. También influía lo que  hay de cuero  cabelludo hacia abajo.  De hecho, sigue ocupando  mis rincones oníricos...

                  Mis amigos eran más guays con melena,  y hasta mi novio de entonces (ahora mi calvo), llegó a dejársela, antes de la maldita mili, responsable de que la perdiera. A algo había que echarle la culpa...

                  Desde entonces ha venido luciendo una progresiva calvicie,  con más o menos alegría,  acortando cada vez más  su longitud capilar. Hasta que resolvió afeitarse los  restos de su  antes precioso pelo.

                Reconozco que tardó en hacerlo porque yo se lo pedía, que me parecía una macarrada lo  del afeitado. Pero gracias a quien sea,  nunca me hace caso, y se rasuró.

                Desde entonces, los dos somos más felices. Él, porque está más cómodo y se gusta más.  Yo,  porque está más guapo y es una gozada acariciarle la cabeza en cualquier circunstancia y con cualquier parte de mi cuerpo.  Y la encantadora barbita de dos días con la que me sabe hacer cosquillas,  ahora es una cabeza entera.  Y a mayor superficie, mayor placer. Digo, más cosquillas.

                   Además,  no deja pelos en el baño,  no gasta en peluquerías,  lacas,  ni gominas, y no se preocupa por las canas. Y doy fe de que los topicazos sobre los apetitos y capacidades de los calvos son rigurosamente ciertos. De hecho,  lo recomiendo a mis amigas: pon un calvo en tu vida. Siempre que no sea el mío.  Y las que me han hecho caso,  me dan la razón. Aviso de que engancha. En este punto se me viene a la memoria la  frase lapidaria de una amiga, a la que su abuela, sabia mujer,  recomendaba que no publicitara las virtudes de su marido: "al burro no hay que venderlo,  que se le puede antojar a otra"... O algo así.

                  En fín que estoy deseando que Jon Bon Jovi  se decida a afeitarse,  para volver a ser perfecto. Al fin y al cabo, las cabezas rasuradas  están casi de  moda, y con el tiempo suficiente....todos calvos.