Hoy celebramos su vida y su valor.
Presumo de buen hijo, inteligente, sensato, amable, que está descubriendo las realidades del mundo, formando su concepto del mismo y de su puesto en él, sus apetitos, sus querencias, vocaciones y aficiones. Y me gusta todo lo que elige, y eso me desborda de orgullo.
Hay quien, al hablar de sus hijos cuando crecen, añoran con nostalgia la infancia, conforme van cumpliendo años. Yo no. Yo recuerdo cada etapa con amor infinito, pero disfruto cada momento de su vida con la misma ternura. Tuve un bebé pelón, achuchable, con muslitos de los que enamoran a las abuelas y unos ojazos con pestañas enormes. Un niño risueño, sin-vergüenza para expresar su cariño, su sentido del humor y su curiosidad, valiente ante las adversidades que a todos nos suceden. Un adolescente encajonado por la pandemia y sus monstruos, los comunes y los propios. Ahora tengo un casi hombre adulto que me saca cabeza y pico cuando me abraza, que me da la mano por la calle y gusta de pasar tiempo con sus padres. Y conserva para mí el mismo poder analgésico del primer día.
Hoy sopla las velas lejos, donde su querencia, pero el abrazo que nos dimos esta mañana me va a durar en la sonrisa hasta que vuelva, en unos días, y cada alegría que me cuente entonces, me dará años de vida.
El placer que sentimos los padres con la felicidad de los hijos es la compensación que nos permite dejar que se alejen sin destrozarnos por dentro. Y yo hoy lo siento así.
Feliz cumpleaños, cariño. Sigue dándome años de vida.
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