
Quizás no sea tan aleatorio este asunto de las manías y las grimas. Quizás sean pistas de la vida, avisos del devenir, ignoradas señales de "no pasar", que no acertamos ver, y solo algunos perciben como premoniciones. Y son por ello tildados de adivinos, videntes, chiflados...
Él nunca soportó a los niños. Le daban grima. Carecía por completo de instinto paternal, o necesidad de perpetuarse, y nunca le perdonó, aunque mintiera que sí, que se embarazase con trampas.
Ella renegaba de los vientos, que nació en plena tramontana, y la criaron entre el levante y el terral, y hastiada de ellos, se exilió voluntaria al valle, lejos de playas, y de montes, de enemigos que despejaran su cara.
La niña nunca consintió estar sola. Se desquiciaba y enrabietaba, como poseída, si no estaba con ella, consciente, acaso, del desapego paterno.
Aquel funesto día, se lucieron los hados. Una escapada con vocación romántica a un puerto de mar, les llevó de paseo al acantilado. El ocaso, casualmente, fue el fondo de la fotografía para la que él quiso que posara sola, pese a la niña, y que ella quiso que fuera en el borde, pese a los vientos, borde del abismo al que la niña no consintió acercarse, pese a quedarse solísima a unos metros.
Quiso la malaventura que un golpe de viento la empujara a la muerte. Quiso la desolación de saberse padre a solas, que él saltara, huyendo de su desgraciado sino. Quiso el pánico al destierro de su madre, que la niña jamás volviera a pronunciar palabra, que jamas saliese de su boca ni el más leve viento.