domingo, 20 de abril de 2014

EN EL SOFÁ DE ARENA




                  Anoche, la fiebre, o el calor, o el cansancio, me regalaron uno de esos sueños extraños, en los que pasan cosas absurdas, como que aparezca tu camisa de rayas azules, la de aquella vez, colgada del baño de la farmacia de  la calle donde  estaba tu cama, coja sobre los adoquines,  el día que nos encontramos en el pasillo del cine, y decidimos hacerlo allí mismo...Pero tuvimos que dejarlo, porque nos interrumpió el profesor de  chino de tu hijo. Frustrante.

                 En el de anoche, yo llevaba un traje largo de gasa azul, que cambiaba de color constantemente, como las hadas de dibujos animados. Tú caminabas con la ropa a medio abrochar, sin pantalones. Y un anillo colgado de una cinta en tu muñeca. De vez en cuando sentíamos pulgas en las piernas,  mojadas por las olas que batían intermitentemente el jardín de la casa donde entré, para guarecerme de la lluvia. Creo que te buscaba bajo el aguacero,  sin encontrarte, como siempre. Es lo malo de nuestras lluvias, que me sirven para buscarte,  pero nunca te encuentro. Aunque ibas..., vas..., de mi mano.



                  Sonaba un teléfono, y corríamos  buscándolo, agarrados a  un pañuelo de seda, del color de la espuma de nuestros baños, entrando en habitaciones sucesivas,  donde había gente, o libros quemados, o cielos estrellados que se movían.  En otra no había más que una alfombra de color tiempo.

                 Cuando lo encontramos,  estaba cogido a tu pie con una cadena oxidada, y los dos íbamos desnudos. Era un teléfono antiguo, negro de baquelita, y una vieja amiga tuya, de nombre extraño, te felicitaba por lo nuestro. Aunque no sabía muy bien lo que era, como todos. Con lo sencillo que es entender que somos  tú  y yo,  y la vida por delante.

                 Nos terminamos entero el helado de dulce de leche y nueces, tumbados en el sofá de arena, frente a la playa, con los pies cubiertos de conchas de sirena. Sonaban risas de niños nuestros, y se escuchaba la puesta de sol.


                 Tus besos difuminaron  nuestras anatomías, y había piernas y caderas entre las nuestras, que eran de otros. Pero los besos, no.  Los besos eran mios y tú me mirabas prometiendo más lluvias. 

                 Y una  mano minúscula, de olor perfecto, tocó mi cara...y me pidió el desayuno. 


                Buenos días, cielo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario