Por fin estaba dentro. Me gusta que él decida cuándo, porque yo siempre me precipitaría. Tuve amantes con otras dotes, pero ninguno maneja mis tiempos como él. No necesitaría esperar, porque si se acerca lo suficiente como para despertar sospechas, se abren las puertas del bendito infierno...pero espera.
Desde el principio nos tuvimos ganas. Ese tipo de atracción innegable, que te provoca una sensación extraña en los dedos, como preparándose para tocarle cada vez que lo ves. La respuesta del cuerpo al deseo es abrumadora: se dilatan las pupilas para verlo todo, el olfato detecta matices que no tiene nadie más, la boca paladea de antemano el sabor que ya conoces, y la piel, toda, se pone en alerta y parece cobrar vida propia esperando que la calme el calor de la suya.
Lo que parecía, me parecía, que pudiera ser una historia grande, un amor con todas sus letras, se ha quedado en una amistad incompleta y una serie de cuentos eróticos más que dignos de contar, aplastados por las losas de la vida, y los secretos de cada cual. Algo sin futuro, porque en estas historias siempre sale alguien perdiendo. Y ya no estamos para eso.
Desde que empezamos a escondernos en público se especializó en meter sus manos por dentro de mi ropa sin que nadie lo vea, en cualquier tipo de reunión, razón por la que a veces me sorprendo comprobando dónde ponen las manos los demás. O los pies. Una rodilla más cerca de lo habitual, una mano en la cintura, o un beso furtivo en el hombro bastan para declarar las intenciones. Le siguen una coreografía imposible de caricias invisibles, miradas demasiado obvias y conversaciones cifradas, una salida más o menos simultanea y un camino a mi casa lleno de preliminares y achuchones adolescentes por las esquinas. Los abrazos impacientes y los besos plenos al llegar, desnudarnos con o sin prisa, sus labios en mi cuello y sus manos en los míos...ya estaba dentro.
Fue, probablemente, la última vez, porque ya no estamos para eso.
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