Hace
un año era sábado, y en casa nos despertamos con una llamada
aparentemente inocua. El compañero que elegiste para tu vida, nos
contaba que no estabas bien, que algo en tu cuerpo rechinaba,
funcionaba mal...
Escasas
horas después, la vida se nos agrietaba, te escapabas para siempre
por la traicionera vía abierta en nuestro casco. Tu cáncer fue
nuestro iceberg.
Duele.
Dueles. Nos dueles.
Un
año después, me gustaría contarte que estamos bien. Que tus padres
superaron el desgarro, que hicieron del dolor su rutina y que duermen
cada noche.
Quisiera
decirte que tus hermanos se han rehecho. Que no se nos nubla el
semblante hablando de ti y que controlamos la fuente de las lágrimas.
Querría
regalar tus oídos, con escenas en que tus sobrinos te recuerdan a
carcajadas, que besan tus fotos riendo, mientras cuentan las
historias que les leía su Tata. Y pasa. Pero también pasa que a mi
niña se le quiebra de vez en cuando la voz al nombrarte, y que mi
niño recuerda cosas que no creerías...
Sería
bonito alegrar tu eternidad, contándote que Él aprendió a vivir
sin ti. O al menos, con tu recuerdo.
Daría
lo que fuera por no estar mojando lo que te escribo, con estas
lágrimas que no son saladas, sino amargas como hiel.
Pero
a ti no puedo mentirte.
Hoy
voy a abrazarte fuerte, en los tres trozos de ti que tengo en casa:
tu hermano y tus sobrinos. Ellos no lo sabrán, pero tú si.
Te
echo de menos.
Me
dueles.
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