No obstante, confío en la bondad general de la raza humana, no como sentimiento innato, sino como rasgo evolutivo, como cambio adaptativo necesario para la supervivencia. Es la única explicación a que no nos hayamos autoextinguido.
Si yo fuera presumida, diría que uno de los dones que hace que mi especie se crea superior, es que no necesitamos cambios climáticos, ni asteroides chocando contra la tierra, ni invasiones extraterrestres, para acabar con nosotros mismos. Somos capaces de masacrarnos por nuestra cuenta hasta límites insospechados, y no nos extinguimos, ¡porque no nos da la gana! Más chulos que un ocho. Pero no soy presumida.
Esta reflexión barata es fruto de mis horas en carretera, cambiando de canal de radio según la provincia (Sevilla-Huelva, Huelva-Sevilla, pero suena interesante, como si me recorriera España...). En una emisora local, disertaban acerca de la caridad, de las donaciones, de la ayuda al prójimo. En estos programas, a poco que les prestes atención, aprendes lingüística andaluza, sociología, economía casera, repostería...y vida. De la de diario, no en plan Aristóteles, ni Kant.

No sé como terminó porque llegué a casa, pero me quedé pensando que la cosa está muy mal, y que la caridad, que presupone una diferencia de nivel económico entre el que la ejerce y quien la recibe, se está transformando, a pasos agigantados, en solidaridad: ahí no hay tanto desnivel.
Me refiero a nuestro vecino, hermano, primo, o ex-compañero de trabajo, que hasta hace unos meses vivían de su sueldo, y ahora sobreviven con un subsidio, si es que lo tienen. Me refiero a la suerte que tenemos los que nos quedamos parados con nuestra pareja trabajando, los que tenemos unos padres y suegros con pensión cómoda, que nos sirvan de colchón si nos caemos (como si no hubieran hecho bastante toda su vida), y que, por supuesto, tenemos derecho a quejarnos de que nos recorten, pero que todavía estamos del lado que ejerce la caridad.

Y nunca, hasta ahora, nos habíamos planteado en serio, mi marido y yo, lo de apadrinar niños y causas. Lo estamos considerando seriamente, desde nuestro modestamente afortunado perfil, y en vista del acercamiento caridad/solidaridad.
Reconozco, a mi pesar, que la única ayuda reiterada que me permitía, aparte de alguna limosna ocasional, es comprarle los pañuelos de papel a un negro encantador que los vende desde hace años en un semáforo cercano a casa. Se los pago, pero no me los llevo. A cambio, él siempre me saluda, pregunta cómo me va, cuando me ve seria, y les da caramelos Solano sin azúcar a mis niños. Era profesor en su país, y desde hace años vende pañuelos. (Aprovecho para comentar mi grima acerca de la expresión "de color". Llamarlos negros no es ninguna ofensa. Lo despectivo es el tono. Sería correcto decir de color si hubiera humanos azules, verdes y rosas. Pero estos son negros, o, como mucho, señores marrones, como decía mi hija con tres años. Obviamente, no puedo dedicarme a escribir...me voy por las ramas...)
No somos los únicos que nos replanteamos cómo ayudar. Lo hemos hablado con gente cercana que siente igual. Y es ese sentimiento positivo al que me refería, cuando hablaba de la bondad como adaptación evolutiva. Si los demás caen, detrás vas tú. Y aunque sea por egoísmo, debiéramos potenciar nuestra solidaridad.
Yo voy a intentar que la desarrollen mis hijos, a ver si la humanidad aguanta algunos siglos...(y, egoístamente, a ver si llegamos a tener pensión...).
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