viernes, 12 de junio de 2015

PIERNAS CANSADAS

               Hoy necesito un masaje como el del otro día. Por favor. 

               Podría acostumbrarme a tus mimos, sabes? Los dosificas magistralmente, de forma que no empalaguen,  y los mezclas con punzadas sarcásticas, insinuaciones veladas que sabes que descubriré, y juegos de palabras que haremos solo nuestros, para sonreír en público cuando nos digamos picardías privadas. Pero lo de los masajes es la guinda. 

              Hoy mis piernas  están igual de cansadas que aquel día en que me pillaste en la cama,  después de la guardia, recién duchada y tumbada boca abajo, sin fuerzas ni para vestirme. La penumbra de la habitación y las sábanas revueltas oliendo a ti, invitaban a quedarse, a que el mundo siguiera funcionando mientras yo vegetaba allí, sintiendo el peso incluso de las pestañas. 

              No me dí cuenta de que te hubieras sentado en la cama,  ni siquiera de que entrabas en  el dormitorio. Tu saludo fueron tus manos en mis pantorrillas. Una caricia leve, como alisándolas, casi lo justo para notar que estaban hinchadas. Un beso en la cintura, otro en el cuello y me desprendiste la toalla, para olerme el cabello húmedo. Me quitaste la almohada, y recolocaste mi cuerpo como si movieras un saco de patatas delicadísimo, separando apenas mis muslos para que las piernas no se rozasen. Y empezó tu regalo. 

              Tienes las manos que me hacen falta. No demasiado grandes,  ni  huesudas,  masculinas pero elegantes, fuertes, pero controladas. Caballerescas, casi. Las yemas de tus dedos, suaves y habilidosas,  saben marcar la presión justa en cada centímetro mío. 

              Odio mis horrendos pies, pero los pobres son como los perros feos y sarnosos, que nadie los quiere, y agradecen cada caricia y cada gesto afectuoso. Tus manos los resucitan. Después de un masaje en la cabeza, pocas cosas aparentemente inocentes me erotizan más que un masaje en los pies.

              Sabes que no me gustan los aceites, salvo en ciertas ocasiones, así que los embadurnaste de una crema perfumada que encontraste en mis cajones. La guardaba hacía años, para una ocasión especial, porque fue regalo de una amiga, y venía con un perfume carisísimo. Y ahí estabas tú, derramándola en mis horribles pies, convirtiendo un masaje prosaico en cena de gala, haciéndolos cenicientos. 

               De distal a proximal, fuiste masajeando cada dedo, cada pliegue, cada centímetro  de la planta, empujando con delicadeza  los excesos que contienen hacia mi corazón. Subes a los tobillos, delgada frontera entre los arrabales de mis pies,  y el boulebard amable de mis piernas. ¿Ves? Mis piernas si me gustan. No es que sean espectaculares,  ni mucho menos,  y ya se ven ajadas por las rayitas azules y las células de itis... pero han sido preciosas y quien tuvo, retuvo. Pocas veces me fallaron, y nunca las oculté a propósito. 

            Tú las acaricias siempre,  pero ese día, les rendiste homenaje. El ritual de caricias y cremas llego a mis rodillas en nivel suspiro,  y fue subiendo  despacio,  al ritmo que marcaba mi piel recibiéndote, hasta tu curva favorita, entre el muslo y el final de la espalda, casi en nivel gemido. 

              Una vez despejado el campo,  desplegada la artillería y expuestas tus intenciones,  diste salida a tus habilidades manuales,  y fuiste aumentado la presión de las caricias,  y los vaivenes y magreos daban paso a precisas presiones que llegaban a doler de gusto. Mis piernas iban cobrando vida conforme subían tus manos,  y a los dos minutos y veinte segundos de que llegaran a mi trasero,  y lo amasaran como a panes candeales, el duende que controla mis deseos se había despertado, y derramaba calores por mi entrepierna . 

               No hizo falta más invitación.  Invadiste mi sexo con el tuyo, besando mi cuello,  mi espalda y todo trozo de piel al que tuviste acceso,  mientras  tus vaivenes se acompasaban con los míos, dando cuenta de cuan larga había sido para ti mi ausencia. 

               Al final de mi largo gemido  pude sentir el tuyo, ronco, acallado, entrecortado, con una sonrisa final que besó la mía durante minutos.  Y luego la calma, el sopor, la sensación.  Tú conmigo.

               Pues hoy también tengo las piernas cansadas, cielo....y un poquito el alma.
              

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