Hace apenas unos meses, mi marido, mis hijos, unos amigos y yo, fuimos al pabellón de deportes a ver un partido de baloncesto. Queríamos fomentar el gusto de los niños por el deporte, y pasar un buen rato, fuera de lo habitual. Estaba casi lleno de familias como nosotros, y lo pasamos muy bien. Como, imagino, querían hacer los espectadores del partido en Sant Denis.

Hoy, el corazón se me encoge y se me erizan los vellos, al pensar en la suerte que hemos tenido de que en ninguno de esos momentos hubiera cerca un canalla convencido de que morir matando a los que no creen como él, le garantiza el paraíso. Mis hijos siguen vivos, y no son huérfanos, ni mutilados, ni heridos, no porque a su padre y a mí se nos vaya la vida en cuidarlos, sino por puro azar.
Las Cruzadas, la Guerra Santa y tantas abominaciones similares, nos pueden parecer desfasadas, historia antigua en la que basar guiones atroces. Pues no, señores. Hemos dado un salto hacia atrás en la evolución del hombre, y todavía existen seres, aparentemente humanos, que mueren matando en nombre de un Dios.
Da miedo, mucho miedo, ponerse en la piel de los asesinados, imaginar su terror, el dolor de sus familias, el destino de tantos niños como quedaron al cuidado de sus abuelas esa noche, de tantos planes truncados, de tantas vidas sin acabar.
Da pánico pensar que yo planeaba pasar la Navidad en París. Y más miedo aún, pensar que la pueda pasar aquí uno de esos que se llaman musulmanes.
Da terror verte explicándole a tu hija que no, que sus compañeros están equivocados, y que porque tengamos gestos de apoyo al pueblo francés en las redes sociales, no van a venir del EI a buscarnos y matarnos. Sobre todo, porque si quisieran, ya lo habrían hecho. Y esto es solo el principio.
Se ha matado y dañado tanto en nombre de las religiones, que si de verdad existiera algún dios, debe estar avergonzado de habernos creado. Ojala me equivoque, pero me da la sensación de que esto no ha hecho más que empezar.
Que la suerte nos proteja.
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