viernes, 18 de marzo de 2016

EL TRATADO DE LA VERGÜENZA

                      Intento, en un ejercicio de empatía masoquista, ponerme en la piel de una médico siria de 44 años, con  dos hijos y un marido,  con una vida acomodada y un futuro por delante, que ahora busca refugio ( ¿refugio? ¡qué sarcasmo!...) en la frontera del viejo  y  civilizado continente, junto a cientos de miles de almas sin techo,  ni comida, ni las más elementales necesidades cubiertas.

                      Imagino a sus hijos, acostumbrados a  bien vivir desde la cuna,  y que ahora duermen sobre una esterilla mugrienta en el suelo mojado, entre barro, frío, hambre y miseria. 

                       No alcanzo, seguro, a imaginar la impotencia  que les embarga a su marido y a ella, la desesperación por sacar a sus hijos del infierno al que los llevaron, huyendo de otro supuestamente mayor.

                       La única diferencia entre esa mujer y yo,  es que  nací en el lado afortunado de esa linea divisoria artificial, injusta, arbitraria y cruel, creada por unos cuantos para mantener a salvo nuestros privilegios de  Europa elitista,  de europeos elegidos a dedo, de ciudadanos de clase A. 

                      Imagino el terror, incredulidad y desesperanza de esa y tantas familias, al ver que les cerramos las  puertas, que les condenamos sin culpa. 

                      El tratado que se firma hoy es el de la Vergüenza, y con ese nombre debería pasar a la  Historia. Ubicar cual si fueran ganado a los refugiados en Turquía,  un país que no garantiza los Derechos Humanos ni de los propios turcos, creando así un gueto-nación de parias expuestos a la ley del más fuerte, es la salida más baja, sucia e injusta que  Europa podría elegir.  Y a cambio de dios sabe qué.

                     Hagamos cuentas, por misericordia,  en vez de darnos golpes de pecho. Si cada municipio europeo acogiese a una familia de refugiados,  volveríamos a poder llamarnos humanos. Ahora no podemos.

                     Y espero de corazón que se les pudran las entrañas a los firmantes del tratado, si algún día osan manifestarse a favor de los Derechos Humanos,  enarbolar la bandera de la libertad, o rendir homenaje a las víctimas del Holocausto. De aquel, o de éste que estamos propiciando.

                    Hoy, me avergüenzo de ser europea. Y lo más vergonzante es que agradezco al azar que me pusiera en este lado de la frontera. Así de ruines somos las personas privilegiadas.

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