Rara es la noche que fallamos ese ritual de acercamiento, que no pierde interés porque nunca garantiza el desenlace. La magia del momento está en cumplirlo, en esa primera caricia que dice tanto de nosotros, y que puede terminar en maraña de cuerpos, o en un par de susurros y besos tiernos antes de dormir.
Las noches en que tus sugerencias provocan el suave bamboleo de mis caderas, ese que te invita a sacarme del sueño en el que iba entrando, sin que me importe el despertador, terminamos comprendiendo el porqué de la vida, de los años y del querer contigo y migo.
Otras noches en que me doy la vuelta, y mi cara no busca tu boca, sino tu cuello y el abrigo de tus hombros, que siguen siendo la fortaleza que me protege de mis miedos, sabes que sólo necesito tu abrazo y tu ternura. O eres tú el que llega a esa hora tan rendido de tu día, que tu dedo alfa se acomoda en algún centímetro de mi ropa interior ,y allí se quedan él y tu intención, atrapados por el sueño. Y nos regalamos el silencio.
Hay noches en las que son mis nalgas y mis piernas las que buscan las tuyas, que normalmente se encienden como la yesca, para dar y recibir piel con piel, y terminar en una fiesta para las sábanas.
Y escasas las noches en que la vida nos araña el día, nos machaca la tarde, y nos agría la existencia, y ni uno ni otro es capaz de flotar, ahogándonos las ganas de dar más. Esos días la distancia hace enorme, y a pesar de dormir juntos, la cama no lo nota.
Y en verdad te digo, cariño, que repasando las noches que hemos dormido juntos, resulta que llevamos unos cuantos años de placentera horizontalidad, y que ese acercamiento que puede parecer rutinario de nuestras buenas noches, forma parte de mi, como mi risa, mi forma de caminar, mi tono de voz o mi caligrafía.
Mientras sigamos con ganas de darnos las buenas noches, el resto de historias puede esperar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario