martes, 24 de marzo de 2020

DE QUICIO P'ADENTRO.

             Señoras, señores: el centro de Sevilla suena a calle de pueblo serrano en un día frío de invierno, a las cinco de la tarde.

              Ni un alma en sus calles, y ni siquiera el viento se atreve a dar las buenas tardes. Apenas el zureo de las palomas en la parte de atrás del convento al que da mi ventana. Ni la lluvia suena. Silencio de calle de cementerio.

              Sería espeluznante contemplar la mitad de la Giralda que me regala mi azotea en completo silencio, si no fuera por sus razones. Sevilla, la ciudad más orgullosa de la vida de sus calles, se priva voluntaria y disciplinadamente de su cielo, de su olor a azahar, de su color especial y de su luz.  Se guardan los capirotes, los costales y las flores, con la pena de no sacarlos este año, a nueve días del viernes de Dolores. Y al doblar las mantillas en el cajón, no se piensa, como otros años, en ir planchando volantes y buscar los avíos de flamenca, ni las flores para la caseta. Este año, no.

               Porque  su gente se ha guardado las ganas de fiestas de primavera, y las ha cambiado por coraje.  El que hace falta para quedarse de quicio p'adentro, con niños y abuelos, y lo que haga falta, y salir sólo a por el pan, el de la mesa y el de pagar las cuentas, aquellos que tenemos la suerte de no haberlo perdido. El valor necesario para evitar la tentación de sus calles, porque lo merecen la salud propia y la de los vecinos.  Sevilla se vuelve Fuenteovejuna.

              Hasta parece que la primavera, que tan bien la trata, se apiada de nosotros y se  nubla, se retrasa unos días, para que no nos dé tanta pena el confinamiento.

              Así señoras y señores, se porta Sevilla. 

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