lunes, 9 de diciembre de 2013

PUENTE SERRANO

          Imaginen un caserón envejecido por falta de uso, que antaño fue lujoso, situado estratégicamente en medio de la sierra,  con ventanales a un jardín que resulta ser un balcón inmenso orientado al sur,   donde no ver más que sierra y cielo, desde el amanecer al ocaso del sol y de la luna.

           Sitúenlo en fríos días de diciembre, sin nubes, ni viento que los mancillen. El sol de la mañana  da brillo a la escarcha, el tiempo justo para derretirla y lavarle la cara el campo, que se despereza  para recibir nuestros paseos.La puesta de sol, caminando entre encinas y jaras, que se tiñen de esa luz cobriza que sólo el otoño sabe pintar. Esa luz que se lleva con ella todo rastro de tibieza, dando paso al cielo raso de las noches espectaculares, en las que las estrellas forman, de verdad, constelaciones como las de los libros.

           Piensen en cenas frente a la chimenea, con niños recién bañados y pijamas de felpa, embobados con las historias que su abuelo, que fue niño  allí, les cuenta de cada rincón. Ni se acuerdan de que no hay tele, ni tablets. Sopa de  puchero, carne a la brasa, y un rato de charla o un buen libro antes de dormir. Muchos besos de buenas noches, y la calidez de la piel amada  bajo las mantas, si cabe más apetecible por la temperatura de fuera de la cama. Ver amanecer desde la almohada.

           Silencio absoluto, salvo el crujir de la casa entera, el ladrido esporádico de algún zorro, y algún ciervo, o jabalí, que se delata en la semioscuridad que regala  la luna creciente.

           Levantarse ebrio de  descanso, y recibir el día con zumo de las naranjas del naranjo de la puerta, café de puchero, y pan serrano, tostado en la chimenea, prendida hace rato por los abuelos, que viven con ese horario que sólo les vale a ellos. Y chupito de Miura con mantecao, de postre.

           Y otra vez a patear, a subir cerros, buscar espárragos, coger bellotas, buscar agua en la fuente, piñas para el árbol de Navidad, darle una vuelta a las ruinas de lo que fue la casa de la abuela, o acercarse a ver como  pastan las vacas. Admirar el vuelo de los buitres al levantarse de las solanas, cuando  nos acercamos, y sentir que la piel se te eriza un poquito, al  ver cientos de ellos  planeando en círculos, sobre nuestras cabezas, cuando salen de su cercana buitrera. Espectáculo impagable. Privilegio singular.

          Añadan, por si fuera poco, disfrutar de todo eso en compañía de unos padres de los que nunca hartan, risas de hermanos y de sobrinos, y el regalo de la visita de amigos de corazón. 

          Si han podido hacerse una idea, comprenderán la cara que llevo,
 si se cruzan conmigo, a mi regreso a Sevilla.

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