sábado, 2 de mayo de 2015

ARRUGAS

                   El día está como mi animo, variable. 

                   Ninguna de las dos pensó  nunca en esta situación: asistir al funeral de la otra. No eramos amigas, porque no hubieramos dudado en acostarnos con el marido de la otra de haberse dado la ocasión, pero hay personas a las que te une un vínculo especial sin saber muy bien por qué. Quizás,  de no gustarnos los hombres, habríamos tenido una historia de amor canalla.

                   Bea se lo habría pasado genial en su propio funeral. Igual su fantasma se está riendo al ver el espectáculo de los dolientes, y contando a sus compañeros de purgatorio su esperpento de muerte, digno de una comedia de corralas.

                   Solía decir que cuando una mujer moría, su éxito en la vida se medía por  el dolor de sus hijos y por los amantes que la lloraban. Desde el rincón del salón del tanatorio donde  observo el desfile de condolencias,  postureo, y tráfico de pañuelitos de papel, intento hacerme a la idea del éxito de Bea. Ninguno de sus dos hijos están. Ana no ha conseguido vuelo desde Londres hasta dentro de cuatro días, bastante comprensible, porque deben escasear los vuelos desde esa ciudad perdida en el culo del mundo. Y Luis, en Barcelona, vendrá mañana, porque no puede faltar a la gala de esta noche. Debe ser difícil encontrar suplente para un tramoyista del Liceo.  Esa parte del examen, la suspendes, cariño. 

                   Sin embargo, en el reparto de esta película que contemplo, hay personajes cuya pena podría compensar la valoración. Tres hombres lloran a Bea,  y la lloran de verdad.

                   Su marido: el amor de su vida, sin duda. Un hombre de los de darse la vuelta a mirarlo, que en más de treinta años de matrimonio supo abrir las alas de Bea y casi empujarla a volar, porque decía que amar a una mujer libre era duro,  pero la experiencia de verla volver cada vez que partía, era la mejor de las drogas, y en la vida, si no encuentras tu droga,  te aburres.  Él no era un santo,  pero ambos tenían la habilidad suficiente para tener sus líos sin que el otro tuviera la certeza de saberlo. Y siempre fueron la mejor opción para el otro. Si el matrimonio feliz existe, ellos lo eran. Merecían haber envejecido juntos.

                   No significa que no amasen a otros de verdad. De hecho, el segundo doliente estuvo a punto, dos veces, de acabar con ellos. Bea y él fueron novios adolescentes, pero terminaron antes de llegar al sexo. Un amor inocente en carne, pero profundo por dentro.  Miles de años después, volvieron a encontrarse, y se enredaron en una relación de esas de leyenda, de amor imposible, porque ambos tenían sus vidas hechas. Pero si hubieran podido elegir, habrían sido felices apartando todo durante unos años, porque cada uno era lo que le faltaba a la vida del otro.  Yo fuí cómplice de su historia alguna vez que precisaron excusa,  y supuestamente  Bea pasó en fin de semana conmigo. Creo que soy la única persona no anónima que supo lo suyo, aunque apuesto mis secretos  a que el marido y la esposa  lo supieron siempre, pero no se delataron para no dar pié a que se fueran. 

                  El tercer hombre resulta el peor parado. Quiso a Bea con locura, con veneración,  y a cara descubierta. Todo el mundo lo sabía. De hecho,  es el único que llora a moco tendido en el funeral, frente a la contención intermitente del marido, y la férrea  del amante, cuya clandestinidad obliga al disimulo.  Bea también le adoraba. Le gustaba tenerlo cerca,  necesitaba de su cortejo, sus lisonjas y sus abrazos. Pasaban horas tomando café, hablando de cine, de mujeres y de puentes. Podían hablar de todo menos de sus amores, por respeto a su miocardio. Bea hubiera podido dormir desnuda siglos junto a aquel hombre al que adoraba,  sin mover un dedo para tocarle. Ambos lo sabían, pero aún así, jamás dejó de mandarle flores todos los 18 de marzo. Ellos sabrían por qué. 

                 Quitando estos tres dolientes, creo que soy la única que la recordará con cariño dentro de unos años, porque la sala está llena de compañeros de trabajo, amistades más o menos sinceras, y familiares cumplidores,  a pesar de que ella nunca lo fue. Alguna esposa ofendida, que habrá venido a asegurarse de que está muerta,  y alguna amante del marido, valorando sus posibilidades futuras.  La mayoría de nosotros la echaremos de menos, porque realmente era una mujer que llenaba espacios y vidas, pero lamentar su falta, solo unos cuantos. 

                 Su muerte, en cambio, será recordado por largo tiempo, porque fue descarada incluso para morir; la doncella del hotel la encontró inerte en el suelo del dormitorio, en medio de un charco de su propia sangre, frente a un joven exhausto, desmayado por el esfuerzo de intentar, durante horas,  romper las esposas que le anclaban al dosel de la cama,  o al menos, desamordazarse para pedir auxilio. La misma doncella estuvo a punto de tropezar con la arruga de la alfombra que asesinó a Bea. 

                 
Nunca soportó las arrugas, ni en la ropa ni en su cara. Premonición, quizás... 

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