domingo, 26 de abril de 2015

EL DERECHO A INDIGNARSE

                  Hablan los que entienden de que nos enfrentamos a una de la mayores crisis humanitarias conocidas: la inmigración africana.

                  Desde el principio de los tiempos, la humanidad ha migrado a favor de la supervivencia, hacia lugares donde poder salir adelante, que hasta hace poco  significaba no morir de hambre, ni de frío. Poco hemos evolucionado. Somos tan zopencos, que a pesar de explorar el espacio, volar como los pájaros,  producir sandías en enero, y  depurar el agua de las alcantarillas hasta hacerla potable,  no compartimos esos bienes con quien los necesita en los confines de la tierra, en las regiones desfavorecidas donde intentan sobrevivir gentes como tú y como yo, que no tuvieron la suerte de que la cigüeña les dejara en el continente bueno. Queremos llegar a Marte,  y no llegamos a África,  y a pesar de eso, pensamos que hay vida inteligente en la Tierra. 

                   Hace años que muere gente  intentando cruzar el mar. No son negros,  ni moros, ni terroristas. Son miles de personas muertas sin tumba ni lápida, pero presentes en la memoria de sus madres, padres,  hij@s y espos@s.

                  Hace falta que mueran cientos de golpe para asustarnos. El goteo de cadáveres no nos espanta. Es como la carcoma, que va minando por dentro la silla sin que lo notemos hasta que se nos parte. En cambio,  si nos la rompen de un hachazo,  nos conmocionamos. 

                 Los que seguimos siendo  meros espectadores, tenemos además el tremendo descaro de indignarnos ante la indolencia de las autoridades que nosotros mismos elegimos, y la enorme necedad de suponer que somos los afectados por la inmigración,  los damnificados,  los que tenemos un problema. 

                 Despertemos. 

                 El problema no lo tenemos los europeos porque se nos llene la casa de africanos que carecen de agua, pan y techo. El problema lo tienen  ellos:  esos a los que se les mueren sus niños sin saber de qué,  y siendo conscientes,  o no,  de que no habrían muerto en otro sitio. Los perseguidos por no pensar como el de la metralleta, por no rezar al mismo dios, o por no amar al sexo contrario. Los niños soldados y las niñas casadas o mutiladas. Los vendidos al mejor postor. Los parias que sueñan con la vida digna que el azar les negó al nacer. 

                 El problema es de esos que no ven ahogarse a los que les preceden en la travesía suicida  hacia la supuesta salvación,  que sólo  quieren salir del infierno en el que purgan los pecados de otros, sin haber muerto todavía, ni vivido tampoco.

                 Vamos a llevarles parte de lo que tenemos, para que no arriesguen su vida intentando llegar a donde estorban por pedir lo suyo. No cerremos puertas.  Tendamos puentes, carreteras, vías, pantanos,  agua y pan. Devolvamos parte de lo que robamos en África. Vamos a llevarles la vida, aunque sólo sea para que no nos traigan a casa esta muerte que nos molesta tanto. 

                Indignémonos con ellos, con los que tienen el problema, la crisis, y el derecho legítimo a indignarse.

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