Ayer, veía casi sin ver un reportaje en la tele. Me llamó la atención la queja de un señor de sesenta y tantos, americano, cocinero, diabético, que se quejaba de carecer de tratamiento y asistencia médica, porque no podía pagarse un seguro. No me pareció una barbaridad, porque las pelis nos tienen acostumbrados a que en el país de las oportunidades pasan estas cosas.
Pero...¿sólo por allí?
Si hace 3 ó 4 años nos insinúan que pudiera pasar algo parecido en España, nos hubiéramos reído. Hubiéramos sacado pecho por nuestro sistema sanitario, nuestra sacrosanta y absoluta cobertura universal.
Esa que permitió que mi padre, electricista, fuera operado de urgencias por uno de los mejores cirujanos de Andalucía, cuando se cortó accidentalmente los tendones de una mano. Un sistema sanitario que permitió que su hija fuera operada de estrabismo, a los siete años,
con todas las garantías, y sin coste inmediato para su bolsillo, salvo
la muñeca que me trajo al despertar de la anestesia. Un sistema con el
que he contado durante mis embarazos y mis partos, disponiendo de
pruebas diagnósticas y seguimiento de excelente calidad, y medios de
asistencia en los partos, que me hubieran costado un pastón en la
privada.
El mismo sistema que pone al servicio de la ciudadanía equipos de emergencia las 24 horas de
todos los días del año, que atienden infartos, accidentes, y cualquier
otra incidencia, sin pedir previamente la póliza del seguro.
Pero presumimos de un gigante con pies de barro, que empieza a resquebrajarse.
No voy a entrar en culpas, porque no soy objetiva. Pero si en consecuencias, porque lidio a diario con ellas.
Ha dejado de ser anécdota de consulta de barrio marginal, que los
pacientes soliciten que les recetes medicamentos baratos, o que
prefieran tratamientos financiados a otros más efectivos, que no lo
están. O que pidan que te saltes las normas, y le prescribas a nombre de
un familiar pensionista.
Igualmente, pacientes que precisan reposo, rechazan la baja laboral, con
consecuencias sobre la evolución de su problema.
No les cuesta nada la consulta, ni el diagnóstico, pero no pueden pagarse el tratamiento.
Por no hablar de los inmigrantes sin derecho a tarjeta sanitaria,
algunos de los cuales importan infecciones ya controladas en nuestro
entorno. Suponen, involuntariamente, aparte de su drama personal, un
foco de enfermedad e insalubridad, que se queda al margen de los
programas de prevención y sanidad. Hablando en plata, pueden contagiar a
los privilegiados que nacimos en el sitio con derechos.
Pues resulta que el sistema tiene límites. Que no es
un pozo sin fondo y que se muestra famélico, casi terminal. Y que, o
ponemos todos de nuestra parte, o quizás un día, la enfermedad de tu
hijo no tenga solución por falta de medios.
Suena pesimista, pero hoy es uno de esos días en que no te dejas el
trabajo en la consulta, y te lo llevas a casa.
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