jueves, 5 de septiembre de 2013

MUCHO QUE PERDER

          Hay una faceta de la Atención Primaria, que nos empaña algunos días. Se trata de la indefensión a la que nos exponemos ante un usuario agresivo, cuando no violento.

          Es un tema trillado, pero que escuece, por la impotencia y frustración que nos genera.

         Está mañana, un yonqui cualquiera nos ha insultado, amenazado, e intimidado a un compañero y a mí. Exigía dosis de metadona que no le correspondían. No es raro que vendan sus dosis y reclamen más en sus centros de salud, inventando robos o pérdidas, o simplemente agrediendo al personal sanitario, física o verbalmente. 

           El sentido común reprime tus ganas de contestar a los insultos, y hasta propinarle un pescozón. O una paliza, siendo sincera.

          Aguantas el chaparrón de improperios y bravuconadas, y esperas a que llegue la autoridad competente, intentando que la bronca no vaya a más, porque sabes que se trata de un desgraciado sin alma, porque se la robaron la droga y la vida, que lo único que arriesga es la libertad, que le importa un bledo, porque la cárcel es su domicilio intermitente desde hace años. Sus actos y palabras surgen de un cerebro podrido, impredecible, y plantarle cara resulta temerario.

         Pero no se equivoquen. La podredumbre no les resta conocimiento sobre lo que hacen. Estos energúmenos son plenamente conscientes de sus actos, pero les da igual ocho que ochenta. Su noción del bien y el mal permanece intacta.

           Suelo ser bastante tolerante con los drogadictos, que bastante desgracia tienen. Pero un adicto incluido en el Programa de Desintoxicación, que se revuelve contra el sistema que le tiende la mano, pierde mi respeto. 

          Ese programa implica dedicación y esfuerzo de muchos profesionales, formados y sensibles ante las necesidades de una población especial, concienciados de la importancia de su labor, que suele dar buenos resultados. 

          Pero les toca remangarse a diario y lidiar con situaciones desagradables y hasta peligrosas, esquivando las mentiras y los chantajes de algunos de sus pacientes, porque tutelan la administración de una pastilla que les esclaviza para que salgan de su otra cárcel: la droga.

           Cuesta considerarles enfermos cuando, a diez centímetros de tu cara, con el rostro desencajado por la rabia, te amenazan y te insultan, escudados en la impunidad que les otorga su supuesta osadía.

            Confunden osadía con la pobreza absoluta: no tienen nada que perder. Al menos, nada que merezca la pena. 

            Yo si. Nosotros si.

            Y en eso andamos. Haciendo de nuestro miedo la armadura que nos protege, que nos impide perder los estribos.

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