martes, 6 de agosto de 2013

ENCHILADAS

           Lo único bueno de volver de vacaciones es el placer de reencontrarte con tus cosas. Tus olores, tus colores, tu cama....Nosotros llegamos anoche. 

           Papá se fué al trabajo hace rato, pero a los niños y a mí, aún nos quedan unos días de vagancia. Me encanta verles dormidos. Besarles la espaldita desnuda, esa piel suave, con olor a niño, que distingues entre miles. Una especie de feromona materno-filial. 

           Apenas me da tiempo de abrir las ventanas, cuando los siento bajar las escaleras, frotándose los ojos para alejar la pereza, con prisa por jugar, por desordenar sus cuartos y sus rincones. Parece que septiembre les fuera a sorprender sin haber jugado a todo.

          Dejo abierto el tiempo justo para que se vaya el olor a cerrado, porque el agosto hispalense, hace que desde  temprano  se desfenestre por los ventanales un calor casi sólido. La flama, la caló....

          La penosa alacena vacía, no guarda más que  cereales, previsiblemente rancios,  sin leche, y unas bolsitas de té. Y en mi barrio no hay  "teledesayuno", así que tendré que armarme con tirantas y abanico, y acercarme al desavío de la esquina, a comprar algo decente que ofrecerle a mis cachorritos. Está en la calle de atrás, a cincuenta metros. Puedo dejarlos solos unos minutos, y les evito el calor, y tener que vestirse, pobrecitos.

          Mi niña ya tiene 10 años, y el pequeñajo 6, y son de confianza: no abren ni el frigorífico sin pedir permiso. Aún así, les apunto el numero de mi móvil, por si acaso...(¡Exagerada...!) " No os movais del sofá, ni abrais la puerta, que traigo llave...quedaos viendo los dibus, que ahora vengo...que si, mamá, qué pesada...trae palmeras de chocolate, porfa...vale...."

           Cierro la puerta, pero no echo la llave. Me da miedo desde un caso que conocí, en que unas hermanas quedaron atrapadas en un incendio, porque les habían cerrado con llave y no pudieron abrir desde dentro. La mater-pater-nidad nos vuelve terríblemente miedos@s.

         Al volver la esquina, se oye el escape libre de una moto. Puñeteros niñatos del averno, que no respetan el silencio,  ni las calles peatonales. Hasta que atropellen a alguien, y se lie.

         De pronto, resbalo con un regalito canino (otra puñetería urbana, los dueños  maleducados de  perros que  defecan en vía  pública), y pierdo el equilibrio, yendo a dar mi cabeza, no tan dura como  dicen, en el adoquín del parterre. Y todo se oscurece. 

         Inconsciente, tirada en el suelo de una calle peatonal, desierta por vacaciones...¡vaya mierda, nunca mejor dicho...! No puedo moverme. Los miembros  no responden a las órdenes de mi cerebro. 

        No pasa nadie a quien pedir ayuda, pero vuelve  el de la moto. Si es que no se puede maldecir....Es un chaval malencarado, de unos  dieciseis, con camiseta  naranja fosforito, sin mangas, y pantalón a medio caer para que se vea el elástico de Kalbin Clein...Uno más del rebaño.

        Se acerca, y sin bajarse, me mira y me sacude el hombro, con un respetuoso "¡Oye, tú....¿qué ase?...!"...Mi falta de respuesta le anima a acercarse...coger mi bolso y largarse. Tal cual. 

       No me lo puedo creer: se larga, y me deja con la cabeza sangrando a chorros. Siempre sangramos menos de lo que creemos, pero la sangre es muy escandalosa. Igual mi charco no llega a los  diez litros...

       Me invade el pánico de bruces. Hace unos minutos encaraba un día plácido y familiar, y ahora, me derramo en plena calle, se me escapa la vida por un roto en la cabeza, por  culpa de una caca perruna. 

        Siempre me gustaron más los gatos. 

        ¡Y mis niños, solos en casa! ¡Por favor, que venga alguien!

        Grito, golpeo, pataleo. Pero nadie  lo ve, ni lo oye, porque la desesperación  no sale de mi garganta, de mi comatoso cuerpo inerme. Muriendo a veinte metros de mi casa, mientras mis hijos esperan el desayuno.

       ¡Dios, están solos! ¡Nadie sabe que están solos!

       Un nudo de alambre de espinos se atraviesa en mi garganta, mientras por mi cabeza pasan enchufes, escaleras, grifos, incendios...Me desmayo de angustia, dentro de mi inconsciencia.

       Me despierta una punzada en el oído. Un ladrido. Un cagador de aceras me olisquea y ladra. Es un faldero de esos pequeños, a los que ridiculizan con lacitos en la cabeza. Y tiene collar, así que no debe venir solo.

       Aparece su dueña. Una de esas abuelas con bastón, que se tambalea a paso de tortuga, e inexplicablemente, no cae. Me crecen los enanos. Siglo y medio después, llega hasta mí. Me hinca el bastón en el costado, mientras farfulla algo y me hace preguntas. ¿Que más le da quien soy? ¿Es médico? ¡No!. ¡Pues busque ayuda! ¡Que mis hijos están solos!

        El cabronazo, con perdón, de la moto, se ha llevado mi móvil: mi nexo  con ellos, el cable del que tirar si necesitan algo. Seguro que están bien, pero ha pasado mucho rato. Estarán asustados, pensando que les dejé solos. Mis niños....

        La viejita ha debido hacer algo, porque  empieza a llegar gente. Ciudadanos asustados, que no saben qué hacer conmigo, y me rodean, medio para darme sombra, medio para curiosear. Pero de buena fe. Una señora me quita el zapato pringado de excremento, queriendo aliviarme de alguna forma. Qué cosas tan raras hacemos, y tan cargadas de sentido...

         De pronto los veo en esquina. Van en chanclas, con la camiseta de anoche, manchada de tomate de la cena, medio peinados y cogidos de la mano, con la carita blanca de miedo. Esa que aterroriza a los padres tanto como la de dolor. El pequeño con las lágrimas en el balcón del ojo, y la  hermanaza mayor  le dice que tranquilo, que no pasa nada, que habrá mucha cola en la tienda. Si no coge el teléfono es porque lo llevará muy bajito. ¿Ves?, hay un montón de gente ahí también. Mejor nos volvemos, que viene una ambulancia, y mamá dice que los niños no debemos mirar los accidentes, que hay gente rota.

          Desaparecen tras la esquina, sin haberme visto. Están a tres o cuatro metros de casa. ¿¿Y  la puerta?? No tienen llave. ¿¿La habrán dejado abierta??  ¿¿Y si les entra alguien?? ¿¿Y si se han quedado fuera?? Su padre no llega hasta las cuatro, y los vecinos no están. Si se sientan en el porche, no los verá nadie y les abrasará el calor. O quizás los vea quien no deba...¡¡El de la moto!! En mi bolso está la llave y la documentación, así que puede encontrar la casa...¡¡y a ellos!!

         ¡Socorro! ¿Ninguno de ustedes me conoce?¿Cómo puede ser? Malditas modernuras, que nos aislan de los vecinos por salvaguardar nuestra intimidad. Toma intimidad. Muere en la calle, pero íntimamente, porque nadie sabe quien eres.

         Me clavan tubos, agujas y cables. Me sujetan. ¡Dejadme!  ¡Tengo que ir con ellos!

         No me asfixia la falta de aire, sino la mirada de desamparo de mis hijos, que me ha parado el corazón. Me muero, si, pero de miedo, y de angustia por ellos. ¡¡Que alguien les diga que estoy aquí, que no pasa nada!!

         Que no piensen que les he dejado solos...

        Por favor...

       Alguien...

       He debido gritar, porque mi marido ha encendido la luz, y me agita con cara de asombro, sacándome de la pesadilla a sacudidas, entre lágrimas y sudor helado...

       No vuelvo a cenar enchiladas.

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