lunes, 22 de octubre de 2012

TE ESPERO EN EL ANDÉN.

            Hay veces en que, inexplicablemente, te pierdes. 

            Todo parece en su lugar, en calma, encauzado y caminando por su pie, pero algo falla. Algo te distrae del camino, te dejas llevar, y de repente, no sabes dónde estás, ni por qué, ni a dónde vas.

           Te descubres en una especie de lapsus de adolescencia, del que no sabes salir.

           Los eruditos, a estos momentos, les llaman crisis personales. A mí me parece que son, más bien, apeaderos de la vida. Estaciones de este tren, que se empeña en ir tan deprisa. 

          A  veces tú decides bajar, para estirar las piernas, respirar aire fresco y replantearte la ruta. Otras te obligan a apearte, porque se acaba el camino, o alguien cortó las vías, en cuyo caso, el cambio de itinerario es forzoso. Y penoso. Y cuesta, porque normalmente, te separa de algún compañero de viaje.

           Lo importante de estas paradas, es no quedarse en ellas. No abandonarse en la vía muerta. Tienes que decidir tomar el tren siguiente, o el que va en dirección contraria, incluso esperar a que pase otro que te inspire más. Pero quedarse en la estación es  desperdiciar  los años, los afectos y las oportunidades. Es dejar de vivir.

           También hay personas obcecadas, que se resisten a parar, que se empeñan en seguir en el vagón, en cualquier condición y circunstancia. Y enloquecen de aburrimiento, o de claustrofobia,  de desilusión por un viaje cansino, sin sorpresas.

           Yo hago paradas. Me gustan. Casi siempre en otoño, para coger fuerzas antes de llegar al  odioso invierno. Suelo preguntar a los lugareños por las costumbres, las cosas buenas y malas del lugar. Me llevo un recuerdo, o hago algunas fotos, antes de volver al camino con más ganas. 

          Casi siempre me encuentro contigo. Confieso que te busco, como tú a mí. Coincidimos en el vagón o en los pasillos. A veces te paras más que yo, y volvemos a vernos en la próxima, y otras me acompañas durante largos trayectos. 

          Lo mejor de viajar contigo, es que, yendo cerca, en la misma dirección, ninguno se siente obligado a llevar el mismo paso. Nos basta con compartir la brújula, no perdernos de vista, y tirar del otro cuando se cansa. O esperarlo pacientemente. Y cumplir el pacto de no llevar pijama cuando durmamos juntos.

          En la próxima, nos vamos a buscar un hotelito con encanto, que tenemos que discutir algunas curvas del trayecto. Vale?

          Te espero en el andén.

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